La epopeya cotidiana de los Andueza

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La epopeya cotidiana de los Andueza

En un andén bogotano, miembros de esta familia de 11 migrantes (cuatro generaciones) personas dan la pelea por llevar a casa unos pesos para poder comer.

Por: Francisco Celis Albán – El Tiempo.

El 26 de mayo de 2018, los Andueza partieron por carretera de Caracas hacia la frontera con Colombia. No tenían pasaportes. “Tuvimos que pagar para poder pasar”, dice Yetzaí Alexandra Andueza Monsalve, menor de las hermanas Andueza. Ya en Cúcuta, el 28, intermediarios colombianos y venezolanos les esquilmaron el poco dinero que traían y algunas pertenencias. “Todo se gastó y mi mamá, mi hijo y yo, no teníamos pasajes para podernos venir a Bogotá”, dice.

Emprendieron viaje 15 personas de la familia, desesperadas por la situación de su país, en la época en que no había víveres en los supermercados. “Ya en los últimos meses la crisis se puso dura. No nos alcanzaba para comer todos, solo mi abuela y mi hijo. A veces cenábamos con un vaso de agua. Al otro día llegaba mi papá con recortes de pollo y comíamos. Muy poca arepa, porque no había harina”, recuerda Yetzaí. Como el maíz era caro, aprendieron a hacer arepas de arroz, de ahuyama y de papa o “de lo que fuera, para tener algo que comer”.

Vivían en Los Teques, capital del Estado Miranda, en el llamado Gran Caracas. Tenían casa de tres cuartos espaciosos, sala, comedor amplio, cocina grande “y porche”, dotada con electrodomésticos que debieron vender para reunir lo de los pasajes. Acá viven en dos pisos de una misma casa, en dos cuartos pequeños cada grupo familiar, sin sala y con el comedor en la pequeña cocina.

Óscar, el padre, de 62 años, y Yerli, hermana de Yetzaí, de 34, concurren de domingo a domingo a la avenida Jiménez con 8.a, donde estuvo, por décadas, la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, en el centro de Bogotá, delante de la desaparecida librería Buchholz y el Banco Agrario.

Arman sus ventas callejeras de libros usados sobre una lámina de triplex envejecida por la intemperie, que apoyan en canastillas, y ahí trabajan, hasta las cuatro o cinco de la tarde, dependiendo de las ventas. Si llueve, si hay marchas que espantan a los peatones, si es diciembre y nadie gasta un peso en libros o los clientes se fueron de vacaciones, a las tres de la tarde vuelven a casa, hasta Juan Pablo II, un barrio de Ciudad Bolívar, en el tope de una montaña empinadísima. Es la estación final de TransmiCable.

“Mi papá era carnicero. Yo trabajaba en un taller de mecánica, mi hermana era gerente en una tienda donde los jefes eran colombianos. Mi mamá (Doris, 66 años) cuidaba niños con mi abuela (Ana Monsalve, de 82 años), una docente jubilada”, cuenta Yetzaí.

Ana estudió en Ocaña, en la época en que algunos venezolanos, como el ya fallecido expresidente Carlos Andrés Pérez, se educaban en Colombia. Son dos familias unidas. Yetzaí tiene un hijo, Steven, de 11, que acaba de iniciar sexto grado. Yerli y Jimy Quiaro, su marido, tienen una niña de 4, Nazaret, y dos hijos de un matrimonio anterior de él: Génesis, de 22, y Daniel, de 15. En diciembre, Génesis tuvo un bebé, colombiano, con el que totalizan 11 personas.

Escogieron Colombia porque tenían contacto con unas primas, que les contaron que vendían libros y relojes en la calle. “Algo se hace”, les dijeron. “Y decidí que nos viniéramos los diez. Llegamos el 28 de mayo y el 29 empecé a trabajar. Ese día había operativo de registro temporal para venezolanos. Yo no lo tuve, ni mi mamá ni mi hijo, porque ese día empecé a trabajar. Si iba a tramitar el permiso no tenía trabajo”, relata.

Una prima fue con una amiga colombiana a la Terminal por ellos. Se necesitaron cuatro taxis por la cantidad de equipaje que traían los 15. La amiga de la prima les regaló 100 mil pesos para pagarlos. La prima los recibió donde vivía, pero a la dueña no le gustaban los venezolanos. “No podíamos hacer bulla ni cocinar –rememora–. Tenía que llegar callada, hasta cuando ella se enteró de que estábamos ahí y tuvimos que irnos. En una semana, con lo que fui ganando, nos cambiamos a otra casa y allí duramos dos años”.

Por esos días la pequeña Nazareth se enfermó por el frío y la hospitalizaron. Cuando le dieron de alta descubrieron que debían 300 mil pesos. Entre los vendedores del sector donde trabajan se recogieron 200, pero faltaban 100 más. “Con unos buenos vecinos los reunimos y ese día pudimos sacar a la niña. No teníamos ningún seguro de salud y la única que trabajaba era yo.

En esa época, cuando vendía me ganaba 35.000 por el día. Si no vendía me daban 20.000. Mi cuñado a veces conseguía qué hacer, pero era solo por un día. Una vez fueron mi papá y mi cuñado, trabajaron todo un día en una carnicería del norte y les pagaron 10.000”.

Los dos pasaron casi un año sin empleo y Yetzaí laboraba para los 10. A Óscar le sobrevinieron dos infartos seguidos y el costo de su hospitalización, cuando fueron a retirarlo, ascendía a 3 millones de pesos, pero gracias a que tenía Permiso de Tránsito Temporal para venezolanos no tuvo que pagar.

Su hermana no tenía empleo ni su cuñado. “A veces yo no vendía nada y mi papá vendía 20, 30 mil pesos, y de eso había que pagar el almuerzo en la calle y llevar dinero para la cena de 10 personas. Estuve, así como dos años”, dice.

“Así llegamos a la cuarentena, en otra casa, y yo era la única que estaba guerreando –continúa–. Volvimos a salir al centro: iba y me hacía 10 o 15 mil pesos. Teresa, una amiga me decía ‘toma, lleva esto, porque a mí me fue bien’. Mi papá no podía salir por el corazón y mi hermana tenía la niña muy chiquita. Mi papá pedía regalado en la carnicería. Una vez una señora de un ‘fruver’ le dio plátanos y ahuyama. Siempre inventábamos algo con lo poquito que teníamos”.

La necesidad afina la memoria. “Me desesperaba: no me alcanzaba para comprar para tres o cuatro días. Mi mamá a veces me llamaba: ‘El niño tiene hambre’. Pero a eso de las 5 de la tarde vendía 10 mil pesos. Y pedía ahí a las amistades: ‘Préstame 5 mil pesos y mañana te pago’”. Llegaba a casa y mi mamá decía ‘ahí hay un arroz’. Y agua, porque no había para el café. Yo lloraba mucho –confiesa–. El niño decía ‘vamos a comernos lo que Dios nos ponga en la mesa’. Siempre con su humor. Arroz con sal, porque no había para un ajo. Mamá a veces pasaba todo el día sin comer”.

“El 4 de diciembre del 2020 vino el desespero. Me fui a una fábrica de alcancías para ver si me empleaban, por medio de una amiga que trabaja ahí. Me hicieron la entrevista: ‘Después la llamamos’, me dijeron. Confiando en Dios, a los 3 días me buscaron. Pagaban por lo que se producía. Llegaba a las 7 a. m. y salía a las 6:30 p. m., pero yo paraba a las 7 para poder hacer un poco más y llevar a la casa”, revive.

“Duré un año ahí, hasta el 2 de diciembre de 2021, porque me vine a otro trabajo de libros. En diciembre pasado empezamos a hacer y vender hallacas, pan de jamón y ponche crema. Muchos colombianos conocieron la sazón venezolana”, cuenta.

“Acá hemos tenido nuestras bajas y nuestras altas. Y todavía a veces tenemos y a veces no, pero siempre unidos todos –declara con orgullo–. Mi abuela dice que se quiere ir por su salud. No la atienden en ningún hospital; no tiene ningún seguro, igual mi mamá. No tenemos Sisbén, solo mi papá”.

¿Por qué dice que no se volvería a Venezuela?, le pregunto

Por la situación que está cada día más ruda.

¿Se ha sentido discriminada?

Cuando llegamos sí era terrible. Al niño le gritaban “veneco, veneco” en el colegio, pero gracias a Dios ahorita no. Nos la llevamos bien con algunas personas; otros se te quedan viendo, pero ¿qué hace uno? A pesar de todo hay bellas personas que nos han tratado bien. ¿Por qué gritan ¡Viva Venezuela! cuando terminan una conversación por celular con sus hermanos que viven en otras partes? ¿Qué sienten?

La respuesta visceral de esta joven, de apenas 32 años, que estudió tres semestres de enfermería y no pudo seguir por falta de recursos, encarna el drama de una nación exiliada. “Se siente una emoción grande. Muy grande, de verdad que sí. A veces pega la nostalgia de nuestro país y de ese calor humano que tenemos los venezolanos”.

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